La vida gastronómica en Cochabamba


Tres distinguidas historiadoras llegaron hace poco a Cochabamba y me telefonearon para que les aconsejara dónde comer bien, algo criollo, de la llajta. Les mencioné un lugar que frecuento, van y de inmediato se quejan: qué asco, ¿eso comes?, una barbaridad. Del mismo modo llega un gil de La Paz, lo llevo a comer salteñas y reclama dónde están las cebollitas en escabeche y el ají de maní, como si fueran tucumanas servidas a un costado del hotel Sucre, en El Prado paceño.
Ésa es la raíz del problema: que la fama de la cocina tradicional en Cochabamba es también una educación del gusto del cochabambino que a cualquier forastero puede saberle a gusto adquirido. O rechazado. Así ocurre, por ejemplo, con el Triunvirato, la Silica o la Chanqa de conejo. Invité a un amigo navarro a comer Triunvirato en el lugar de su invención, la calle Lanza casi esquina Venezuela, y no entendió que yo voy allí más para revivir el pasado que para comer. Es una familia muy grata, que me recibe con cariño por décadas. ¿Qué hubiera pasado si le invitaba una Silica donde doña Emmita Quiroga de Quinteros? El lugar es en la plaza Osorio y la silica mixta con ranga ranga es un manjar divino y levantamuertos que en ese sitio tiene un gusto inigualable... para el paladar cochabambino.
Con la chanqa de conejo ocurren peores cosas porque ése sí que es un gusto adquirido para cualquiera que no haya nacido en este valle. Para este servidor es un manjar de dioses servido en ch’illami con habas tiernas, papas blancas y cebolla verde, un centro de mesa de aroma inconfundible. Antes iba a visitar a doña Dorita, la legendaria Patapollera, en Sarco, y hoy me sirvo ese manjar criollo en el Cantinflas de Sacaba, porque en La Isla de la Fantasía prefiero un lambreado. Son deliciosos… para mi paladar, que es 100 por ciento cochabambino.
Por las mañanas suelo ir al restaurant Tunari, en El Prado. Hay días que se me antoja un chorizo, pero hay otros en que amanezco deseando un fricasé, y a veces un riñón con caldo. Si llevo a un paceño, seguro me dirá que el fricasé de la Alexander es único en el mundo y que no hay nada mejor que el jolke paceño, como si no hubiera el jolke sucrense, que no tiene caldo porque es un guiso de riñón de vaca con ají colorado. ¿Qué pasaría si lo llevo a comer un fricasé cochabambino donde doña Naty, por el Servicio de Caminos? Quizá se queje todo el tiempo añorando su fricasé paceño, pero yo hice maestría y doctorado donde La 1,20, que es donde creció doña Natty, allí detrás de la Escuela Técnica de Salud. Ese fricasé tiene hoy varias versiones, pero quizá más que nada me gusta la llajua, que tiene hierbas humildes y delicados cubos de cebolla.
Las cuatro de la tarde es una hora crítica, porque suelo pensar en visitar el restaurant Suipacha, en la calle del mismo nombre, cerca de la avenida Heroínas. Los martes hacen un mondongo de menudencias para sorberse los mocos de gusto. Algunos comensales miran mi plato con envidia, porque para ellos sería un inmediato ataque de gota, pero a Dios gracias no tengo ese mal desde que tomo infusiones de toda clase.
Cierto día, un buen amigo se acercó a una mesa llena de italianos que acompañaban a unos astros del folklore. Se enteró que eran italianos y les aconsejó comer Fidius uchu: tenían que probarlo porque era único en el mundo. La verdad, me dio vergüenza ajena porque el fideo de ese platillo es del país y normalmente viene sobrecocido, nunca al dente. ¿Cómo enseñarle a un italiano a comer pastas? Pero así es el gusto regional: cuando veo un Fidius uchu, se me hace agua la boca.
El autor es cronista de Cochabamba

Instagram